«Ciudadanos andaluces: Nuestra voz quiere llenar de imperativos de vida clamorosa y palpitante el silencio de muerte de vuestras conciencias calladas, quiere fundir los espíritus de todos vosotros en un poderoso vibrar inspirado por nuestra permanente afirmación.»
Así comenzaba el Manifiesto Nacionalista de Córdoba de 1919, en el que unos andaluces de conciencia pretendían “llenar de imperativos de vida clamorosa el silencio de muerte” de las calladas conciencias del pueblo andaluz. Cien años han transcurrido desde aquel grito desesperado y ese silencio de muerte, esas conciencias calladas, aún siguen sorprendiendo a propios y extraños sin poder encontrarle explicación.
Pasan los años, pasan los siglos y la quietud domina mientras unos ilusos intentan llenar de vida los silencios de muerte. Años que ven a grandes andaluces dar su vida por un ideal mientras el pueblo andaluz los ignora cuando no los critica. Siglos que nos permiten contemplar con admiración envidiosa cómo crecen y progresan los pueblos de nuestro alrededor mientras continuamos complaciendo al señorito que nos sojuzga.
Y la pregunta surge de forma ineludible. Nuestra apatía, nuestro servilismo, nuestra indolencia… ¿Es algo característico de esta Andalucía de la sopa boba que acepta la destrucción de sus principales industrias y vende el futuro de sus hijos a cambio de una prejubilación? ¿Es algo propio de quienes olvidan una imprescindible reforma agraria a cambio de unos PER tabernarios? ¿Es algo connatural de quienes llevan votando al mismo régimen desde hace cuarenta años porque para qué vamos a cambiar si todos los políticos son iguales? ¿Es algo propio de quienes justifican lo injustificable conformándose con las migajas de miseria que caen desde la mesa del poder? ¿Nos hemos desnaturalizado o nuestra dejadez está incluida en los genes? ¿Siempre hemos sido así? ¿Es algo de ahora o viene de lejos?
Eternamente agredidos, continuamente avasallados, constantemente invadidos, los andaluces han adoptado como forma de ser la sumisión ante lo inevitable… o ante lo que creen inevitable. Como la caña que se inclina resignada cuando arrecia el viento sin oponer resistencia a la espera de que amaine.
Desde los confines del Mediterráneo hasta su orilla africana, desde la civilización griega hasta el imperio romano, desde el sur del Magreb hasta el norte de la Península Ibérica…, cartagineses, fenicios, griegos, romanos, visigodos, musulmanes o cristianos, han arribado a las costas andaluzas o cruzado nuestras montañas a la búsqueda del edén preconizado por los helenos.
La última invasión de Andalucía comenzó hace más de ochocientos años con la Batalla de las Navas de Tolosa y trescientos años después finalizó con la conquista de Granada. La forma de ser, la idiosincrasia del pueblo andaluz, fueron parte determinante en la resolución final por la que los pueblos norteños de la península Ibérica se adueñaron del territorio situado al sur de Despeñaperros.
Cinco siglos han pasado desde entonces y el impacto de ese triste suceso aún sigue marcando a los andaluces. Si el vástago brota de la planta, indefectiblemente será como su precedente. Y la Andalucía de hoy, queramos o no, proviene tanto de Tartessos, como de la Bética o de al-Ándalus. Arrastra siglos, milenios de historia, e imprime carácter.
Hablemos de esta última civilización, la más cercana en el tiempo. Si se analiza con detenimiento, una vez pasados los primeros años al-Ándalus no fue una sociedad organizada para la guerra. Los andalusíes, con sus lógicas excepciones, eran campesinos, artesanos, inventores o literatos. Y eso de la “guerra santa” les quedaba muy lejos. Descendían de los turdetanos y de los béticos que asumieron el imperio romano y se enfrentaron a los invasores visigodos. Una incongruencia explicable por la diferencia entre pueblos bárbaros y civilizados.
Pese a su constante confrontación con los reinos cristianos del norte -que sí estaban organizados, y muy organizados, para la guerra- el escaso combatiente andalusí, insuficiente para tener alguna influencia, carecía de una condición social destacada, siendo un servidor más del Estado que no gozaba ni de poder ni de prestigio.
Abdalá ben Buluggin, rey de Granada desde 1074 hasta 1090 y protector de las artes y las letras, publicó unas interesantes Memorias donde, en referencia a la intervención de los andalusíes en las campañas guerreras, señalaba: “Los súbditos de las tierras de al-Ándalus se declararon incapaces de participar en ellas, haciendo valer que no se hallaban preparados para combatir, y, por otra parte, que su participación en las campañas les impediría cultivar la tierra. No eran, en efecto, gente de guerra, y, en vista de ello, Almanzor los dejó emplearse en la explotación del suelo, a cambio de que todos los años, previo acuerdo y a satisfacción de todos ellos, le entregasen de sus bienes los subsidios necesarios para equipar tropas mercenarias que les sustituyesen”.
Vamos, que nuestros antepasados “no se metían en líos”. Se quedaban en casa y dejaban que los bereberes, los almorávides o el conde cristiano solucionaran los problemas. Y es que únicamente existían dos opciones. O se dedicaban a crear riqueza: pueblo pacífico y civilizado, o se dedicaban a robársela a los demás: pueblos invasores y bárbaros. ¿Indolencia, desidia o pragmatismo en su máxima expresión?
Eligieron la primera opción y así les fue. Avasallados por propios y extraños, padecieron represiones y castigos tanto de unos como de otros. Sus costumbres, su lengua, su vestir, sus tradiciones, sufrieron mutilaciones y prohibiciones tanto del poder musulmán como del cristiano.
Si la idiosincrasia andalusí les llevó a los reinos de taifas, a buscar la salvación en extraños y a ser lacayos de reyes extranjeros, una vez finalizada la invasión todo se acrecentó haciéndose más evidente. El rendir pleitesía al poder, el aceptar la imposición del más fuerte, se convirtió en la única forma de sobrevivir ante los tiempos terribles que se avecinaban.
A partir de entonces el pueblo andaluz se dividió en dos castas, por un lado los invasores, por otro los invadidos, por un lado los señoritos, por otro los jornaleros, por un lado los colonos, por otro los andalusíes. Y, también a partir de ese momento, una de las dos clases sociales se llevó siempre la peor parte.
Y así llegamos a nuestros días. Al momento en que un pueblo lo acepta todo sin rechistar. Consiente que le llamen holgazán, se rían de su forma de hablar, tolera un menor nivel de vida y aguanta todo lo que le impone el poder.
Imposible seguir así, es ineludible reaccionar. Comprender lo que nos ocurre. Gritar con fuerza: no soy colono, mis raíces forman parte de esta tierra. Conocer nuestro pasado, pelear nuestro presente, trabajar nuestro futuro. ¿Tan extraño y difícil es? Se hace necesario comenzar a andar este camino, haciéndonos preguntas, aunque nos duelan: ¿Por qué es tan apático el pueblo andaluz? ¿Por qué se deja dominar sin luchar por lo suyo? Buscar soluciones, aunque nos cuesten. Increpar al colono: “En mi jambre mando yo”.
¿Cómo es posible que un pueblo, forjador de guerrilleros, luchadores y revolucionarios en los inicios del siglo XX, decaiga en pocos años y devenga a finales del mismo siglo en una masa recelosa que lleva la desidia por bandera?
Porque la coerción del poder impone su ley. Los políticos nos educan según sus egoístas intereses y ese adiestramiento, como no podía ser de otra manera, da sus egoístas frutos. Ya sea en Cataluña, País Vasco o cualquier otro recóndito lugar, si se adoctrina convenientemente a la plebe, ésta reacciona según lo pretendido. Y Andalucía no iba a ser una excepción. Los actuales dirigentes socialistas encontraron un territorio abonado por cuarenta años de franquismo y únicamente tuvieron que recoger la cosecha. De un régimen, a otro régimen. Discípulos aventajados, llevan camino de superar a los maestros y ya se acercan a otros cuarenta… más los que vengan.
Y es que, si dañina es nuestra dejadez, aún lo es más nuestro individualismo. Incapaces de un proyecto unitario, siempre pensamos que nuestra idea, y a veces su falta, es única y salvadora. Incapaces de incorporarnos a una iniciativa conjunta, nos parapetamos tras los muros de nuestra taifa, sin pedir socorro, ni socorrer, a la de al lado. Incapaces de unirnos ante la avalancha que nos desborda, pretendemos hallar la solución en una acometida individual. Y siempre llegamos a la misma conclusión: Podemos trabajar juntos si se hace lo que yo quiero, si no, rompo la baraja y me opongo al proyecto.
Y si dañina es nuestra desunión, aún se acentúa más cuando la mezclamos con una característica del ser andaluz que, podría parecer compasiva pero al fundirla con el individualismo produce unos resultados desastrosos: nuestra falta de egoísmo. El individualismo y el egoísmo suelen coincidir en una dualidad inseparable, acaso como palabras sinónimas, pero en el caso andaluz no es así, por ello ese interés por sí mismo no se ultima en beneficio propio, sino en extraños resultados que no favorecen ni a la persona ni al proyecto en común donde convive.
Eternamente preocupados “por España y por la Humanidad”, siempre nos olvidamos que la primera proposición del lema andaluz es “por sí”.
Así somos. Los genes siguen marcándonos. Nuestros antepasados andalusíes llamaban baladí -textualmente: de la tierra, del país- a todo aquello originario de al-Ándalus, mientras tenían en alta estima a los productos que provenían de tierras extrañas. Y, a día de hoy, lo baladí continúa siendo parte inalterable de nuestra forma de ser. Buscamos soluciones en el exterior mientras despreciamos a los nuestros. El señorito que habla fino y viene de lejos, tiene que ser, por fuerza, más listo que nuestro paisano con pronunciación andaluza.
La mezcla es terrible: genes, más adoctrinamiento, más intereses, igual a paro, bajos salarios, fracaso escolar, escasa cultura, menor nivel de vida…, calamidad.
Apatía, servilismo, indolencia, dejadez, individualismo, baladí… Triste definición para un pueblo capaz de las mayores proezas y gestor de grandes hazañas, descubrimientos e iniciativas. El pueblo heredero de Argantonio, Séneca, Trajano, Adriano, Isidoro de Sevilla, Averroes, Maimónides… ahora es indolente, apático y servil.
Y lo peor es que esta actitud pudiera encontrar una explicación en los terribles sucesos de los siglos XIII, XIV y XV. Las matanzas, los asesinatos, las torturas de los invasores, el saber que nadie acudiría en su auxilio, el ver cómo se destrozaba todo lo construido durante siglos, cómo se sustituía una civilización por la barbarie, pudo marcar para siempre a un pueblo al que, ya en el siglo I, definía Estrabón como: “… los más sabios de los íberos. Pues no sólo utilizan la escritura sino que poseen crónicas y poemas de antigua tradición y leyes versificadas de seis mil años”.
Cuando la abuela nos aconseja: “No te metes en problemas, tú a tu vida y tu trabajo”. ¿Muestra una opinión personal o hablan cientos de años de resentimientos y temores?
Por eso, la prudencia debe prevalecer en nuestros juicios. Es fácil criticar y dar lecciones, más difícil es comprender y a eso nos debemos. Comprender a un pueblo como el andaluz, que ha sido independiente durante muchos siglos y ahora está coartado por los políticos de la Junta, por el Gobierno Central, por la Unión Europea, por los mercados, los bancos y por cualquier maulero con alguna autoridad. Un pueblo que ha sufrido constantes invasiones y padecido extrañas imposiciones que lo han desconcertado, desnaturalizando su etnicidad. Un pueblo que lleva mucho tiempo careciendo de la libertad que antes le vivificaba.
Es necesario entender que no somos como somos por casualidad, sino por una serie de circunstancias históricas que perviven en nuestro ADN. Y, al comprender esta actitud vital, estaremos poniendo las bases para solucionar el problema que ocasiona.
Si comenzaba este artículo con el párrafo inicial del Manifiesto Nacionalista de Córdoba, permitid finalizar con uno de sus enunciados más significativo: “Nosotros queremos intensificar en este territorio yermo y silencioso, cementerio que pueblan espíritus apagados, nuestra labor creadora de un pueblo vivo, bullicioso y feliz, que irradie con su actividad potencialidades progresivas para las nuevas eras”.
Así eran nuestros antepasados. A pesar de definir al territorio como “yermo y silencioso”, a pesar de denominarlo “cementerio que pueblan espíritus apagados”, no se rendían, luchaban por crear “un pueblo vivo, bullicioso y feliz”. Ahora, cien años después, estamos obligados a continuar la batalla. A pesar de todos los pesares, los andalusíes de este siglo XXI han de diferenciarse de los colonos y continuar irradiando con su actividad “potencialidades progresivas para las nuevas eras”.
Al menos, debemos intentarlo. Mutemos nuestros genes. Evolucionemos nuestros pensamientos. Ni se puede dormir eternamente, ni se puede doblar tanto la cerviz porque acabamos jorobados y paralíticos.
Tomás Gutier