ONCE DE AGOSTO: MUERTE DE BLAS INFANTE
Aquel verano duró un largo invierno, como recuerda la historiadora Alicia Domínguez. Y no es solo que media España muriera durante tres años de la otra media, sino que la represión que siguió a la sublevación militar de 1936 llega hasta hoy mismo, cuando siguen empeñados en reprimirnos la memoria y el derecho, incluso, a recobrar los restos de sus víctimas.
Así que, cuando se cumplen ocho décadas también de aquellas terribles cabañuelas de agosto en las que el fascismo español pasó por las armas a Blas Infante, es hora de darle vida a su pensamiento antes de que simplemente sobreviva el de sus verdugos; una ideología basada en la fuerza y en la exclusión, con la que entonces vencieron a los vencidos como canta Pedro Guerra y con la que hoy, tanto tiempo después, nos están ganando de nuevo la batalla del imaginario, en el mundo, en Europa, en España y en Andalucía.
Nadie asegura que Blas Infante tuviera carisma, pero tenía decencia. Era el hombre gris, el transeúnte, que un día decide convertirse en ciudadano y pelear por sus sueños, ya fuera camino de la tumba de Almutamid en el remoto Marruecos o en el ideal al que le puso el nombre de su tierra. Quizá por eso lo mataron. Porque era una persona sencilla, capaz de concebir utopías complejas. En la España de Queipo de Llano, de Francisco Franco, de los obispos con el brazo en alto y del nacionalsindicalismo de José Antonio Primo de Rivera, ser como era Blas Infante se había convertido en un delito.
Ellos basaron su poder en la dialéctica de los puños y de las pistolas, alentaron las violaciones, los secuestros de niños, el paredón sumarísimo, el exilio y la cárcel. Blas Infante, sin embargo, construía sus ideas a partir de las emociones, pero sobre todo a a partir de la cultura. Y la cultura era, entonces, y lo sigue siendo hoy, tan peligrosa como la gente sencilla.
«Yo sé que el camino es largo y lleno de incomprensión y dificultades –escribió el que luego llamamos padre de la patria andaluza–, pero sabed que a cada hombre que le hagáis llegar a conocer la historia de Andalucía; la personalidad de sus gentes, la manera de ser y entender la vida y la forma, sobre todo, de expresarla y desarrollarla, será una piedra firme de ese edificio que entre todos los andaluces, sin política falsa, sino con actuación legítima del querer hacia el pueblo, tenemos que levantar limpiamente y hacerlo relucir, con los valores que son propios de nuestra cultura, para ejemplo de esta humanidad perdida, hoy, en el caos de su conformismo”.
Y añadió Blas Infante: “Será, será entonces, cuando todos los andaluces conozcan su verdadera historia, cuando logremos llegar a obtener el poder necesario para exigir el respeto a nuestra personalidad, tan diferente de aquella que tratan de imponernos y, en cierta forma, la han hecho asimilar a nuestro desgraciado pueblo, indefenso y perdido, entre ambiciones de todo tipo, económicas, políticas y hasta culturales, tratando de matar previamente la nuestra…».
Cuando escribió el himno de Andalucía, Blas Infante lo terminó diciendo “Sean por Andalucía libre, Iberia y la humanidad”. Más allá de una idea de España, Blas Infante tenía una idea de la península ibérica en su conjunto, que se aproxima mucho a la creencia que luego sostuvo, durante media vida, José Saramago. En el tiempo crucial al que ahora nos enfrentamos, debemos tener también una clara idea sobre nuestra tierra, porque Blas Infante la tuvo siempre y porque es bueno que el ser humano tenga la cabeza en los sueños pero los pies en el suelo. Los andaluces nos identificamos con España, con la Península, con una Unión Europea distinta a la de hoy, con la América hermana y, desde luego, con el mundo todo, con el universo de los siete mares y de los cuatro vientos. Pero debiéramos identificarnos, fundamentalmente, con Andalucía.
Durante años, con la bandera blanquiverde y las gafas de Blas Infante, peleamos por Andalucía y terminamos ganando la batalla de una mayor equidad –que no total– entre las autonomías españolas. Ahora, cuando muchas voces se limitan a españolizar el lenguaje andaluz, deberíamos andaluzarlo, quizá también para luchar de una manera más eficaz por la España que soñamos.
De nada nos vale la España de la bandera en los estancos y en los cuarteles, del tópico típico, sino defendemos la España de la justicia, de la integración que no desintegre, de las libertades sin mordazas, de la Educación sin reválidas franquistas. La España de la tierra, pero también del aire y de las aguas sin contaminar. La España de la vida frente a la España del plasma y del silencio.
Para defender esa España, para defender una Europa que piense más en las personas que en los bancos, más en los refugiados que llaman a sus puertas que en los oligarcas que evaden capitales, debiéramos defender Andalucía.
Andalucía no puede ser una asignatura, ni una consigna en el Boletín Oficial. Andalucía es una emoción, es un suspiro, es una intuición repentina y una convicción profunda. Y como casi todas las pasiones, esta no necesita un anillo con una fecha por dentro. Pero alcanza su mayor razón de ser, cuando el andaluz sabe transcender su ámbito territorial e indagar en su auténtica esencia. Es decir, cuando recordar fechas y emociones, supone también descubrir que lo andaluz se siente y no solo se adquiere con un certificado de residencia.
Somos universales. El andaluz es pura sensibilidad que subsiste en los aromas de los jardines, en los repliegues de la sensibilidad, en el natural humanismo y en la humanización de la naturaleza. Lo ha escrito Caballero Bonald: “Los sentidos del andaluz de hace cientos de años se habituaron a las mismas percepciones que hoy sigue encontrando en su entorno. Es el ámbito del limonero y la albahaca, del jazmín y de la dama de noche, de todos los sentidos que despierta esta mar cercana y lejana. Hemos de reconocer que somos diferentes, ni mejores ni peores, porque nuestra herencia cultural nos hace entender la existencia de otra manera. La identidad del pueblo andaluz es el resultado de un proceso milenario que ojalá no sea destruido por tanto economicismo, mercantilismo e ideologías de la avaricia.
Los andaluces somos universales en nuestro andalucismo porque somos mestizos, orgullosamente mestizos en nuestra historia. ¿Qué hacemos entonces poniéndole puertas al monte, hacinando a los que llegan a la Europa del bienestar huyendo de la guerra o del hambre?
Andalucía ya no es lo que era, afortunadamente, aunque tampoco es todavía lo que queremos ser. Debemos ser conscientes de que no existe nada más ridículo que un orgullo desbocado que caiga en una fatua complacencia que es el germen de lo excluyente y del integrismo cateto. Muchas sociedades están acunando en este momento el huevo de la serpiente. Me refiero a esa epidemia de xenofobia construida sobre la base de la exaltación absoluta de señas particulares y el desprecio, la persecución o el silencio sobre las costumbres de la minoría. Una democracia, habrá que repetirla por enésima vez, no es solo la voluntad de la mayoría sino el absoluto respeto hacia lo minoritario. Siempre que lo mayoritario y minoritario no vulnere una norma superior que es lo que entendemos como Derechos Humanos
Andalucía tiene aún muchos problemas, a veces recuerdan los ocho dolores de los que hablaba Blas Infante y que no hace muchos años nos recordaba aquí Isidoro Moreno: Dolor de los pueblos de España esclavizados por el centralismo político ;El dolor de la servidumbre caciquil; El dolor de la esclavitud del pensamiento; El dolor de la ausencia de justicia para el pueblo ;El dolor de la esclavitud económica de los obreros; El dolor de la servidumbre cultural; El dolor de la esclavitud familiar; El dolor de la esclavitud de conciencia. El estado español nos sigue debiendo buena parte de su historia y no somos capaces de que nos pague la factura. Seguimos a la cola de todos los índices de desarrollo, pero, al mismo tiempo somos unas de las comunidades más ricas del estado. Con los mayores índices de paro de la Comunidad Europea y carente de importantes infraestructuras, así como de recursos económicos propios. He ahí la paradoja. Pero parece que nadie se siente responsable. Falta un despertar reivindicativo y constante de nuestro pueblo.
Yo no concibo la idea de Andalucía sin la gente. No creo en una Andalucía previa, ajena, como si fuera un ente inmutable. Para mí, Andalucía es y será siempre un complicado resultado de sus moradores, de sus trayectorias vitales y de sus esperanzas. Huyo, por tanto, de una visión sacralizada e intocable; prefiero empaparme de la realidad que explica la esencia de esta tierra y que nos muestra día a día su pulso ideal. Nosotros no tenemos una identidad tan endeble que haya que protegerla continuamente de las identidades que siguen llamando a su puerta.
En estos años algunas personas han sabido tejer un concepto de identidad andaluza imprescindible en un mundo globalizado. Curiosamente, mientras más se habla de la dimensión mundial de las cosas más se aprecia como los focos de poder van amputando las señas culturales de pueblos y colectivos.
A nosotros y nosotras que estamos hoy aquí, nos interesa la Andalucía jornalera con la que tanto se identificó Blas Infante, aquel tremendo texto del ideal andaluz: “Yo tengo clavada en la conciencia desde mi infancia, la visión sombría del jornalero, yo lo he visto pasear su hambre por las calles del pueblo, confundiendo su agonía con la agonía triste de las tardes invernales”. O con aquel “Quejío” del que tanto nos ha enseñado Salvador Távora: “El jornalero, sin embargo, decía el Padre de la patria andaluza ni ríe cuando ríe, ni llora cuando llora: ya no sabe lo que es. El hambre lo ha venido a visitar”. Estas palabras se pueden aplicar en este momento a otros colectivos sociales. A nosotros y nosotras nos importa la Andalucía obrera o la que ha tenido que dejar de serlo para alistarse en el triste ejército de las colas del paro, la Andalucía de los jóvenes que vuelven a irse cambiando el canasto de mimbre por dos licenciaturas y tres masters, la Andalucía que vuelve a vivir de sus recursos en lugar de vivir de prestaciones. La Andalucía de las clases populares; la de los sin techo, la de los inmigrantes y refugiados, la de los enfermos mentales olvidados, la de los excluidos que llenan las cárceles con condenas desproporcionadas viendo lo que vemos con tanta corrupción.
Estoy seguro que esa Andalucía está siendo defendida de muy distinta forma desde muy distintos partidos. Sin embargo, más allá de las plataformas que hoy se constituyen, muchos andaluces echamos en falta que se hable más de la obra y del pensamiento de Blas Infante.
No soy quien para inventar lo que él pensaría hoy, de un momento tan distinto pero en el fondo tan parecido al que le tocó vivir. Pensaría, creo, que la tierra debiera ser para quien la trabaja; que la lucha contra la pobreza es un deber ético; que Andalucía necesita a toda su gente luchando por conseguir más igualdad real; que no debiéramos olvidar el flamenco como expresión artística total cuyo nombre tal vez provenga de la expresión árabe “felah- mengu”, que significa campesinos fugitivos, o “falah-menco” que significa campesinos expulsados . Y creería que sigue siendo válido lo que él denominaba “el nacionalismo humano”. No defendamos, por tanto, una España abstracta, quizá una, pero ni grande ni libre como la que echó la muerte a la calle ochenta años atrás. Defendamos la Andalucía nuestra de cada día, la Andalucía que es España siendo, sencillamente como Blas Infante, más Andalucía.
¡VIVA ANDALUCÍA LIBRE!
Tomás Gutier.