Las ideas de libertad, igualdad y fraternidad, íntimamente asociadas a la Revolución Francesa, aparecen por vez primera en el Libro VIII de Las Aventuras de Telémaco (1699) de François Fénelon, obra que se inscribe en el género de literatura política crítica hacia el absolutismo en la etapa final del reinado de Luis XIV. Fenelón sitúa el origen de esos términos en nuestro pueblo Andalúz:
“LAS AVENTURAS DE TELEMACO. LIBRO VIII. (1699)
Autor.- François Fenelón
Empezó así: (Pág. 206 al final libro VIII).
Atraviesa el río Betis un país fértil, bajo un cielo siempre apacible, sereno siempre; y el país mismo ha tomado el nombre del río, que desemboca en el Océano, muy cerca de las columnas de Hércules, y de aquella parte en donde, rompiendo sus diques el furioso mar, separó en otro tiempo la tierra de Tarsis de la grande África. En la Bética, pues, parecen haberse conservado las delicias del siglo de oro.
Los inviernos son allí templados, y los rigurosos aquilones desconocidos. Los ardores del estío se mitigan con los frescos céfiros, que en lo más caluroso del día vienen a suavizar el aire: de modo que todo el año se compone de solas dos estaciones, que al parecer se están dando la mano, esto es, la primavera y el otoño. Las vegas y los valles producen cada año duplicada cosecha. Los caminos son verdaderas calles de jazmines, laureles, granados, y otros árboles siempre verdes, siempre floridos. Las montañas están cubiertas de rebaños cuyas finísimas lanas son tan buscadas de todas las naciones conocidas. Abunda este país en minas de oro y plata; pero los habitantes sencillos, y felices en su sencillez, no se dignan de incluir la plata ni el oro en el número de sus riquezas, sólo aprecian lo que verdaderamente sirve a las necesidades del hombre. Cuando empezamos a comerciar con ellos, vimos, no sin admiración, que hacían el mismo uso del oro y de la plata que del hierro: empleábanle hasta en las rejas de los arados. Como no hacían ningún comercio exterior no necesitaban de moneda alguna: casi todos son pastores o labradores, y hay pocos artesanos, porque no permiten más artes que las realmente necesarias. Además, aunque la mayor parte de los hombres se dedican a la agricultura, o a la cría de ganados, no dejan por eso de ejercer las artes necesarias a su vida sencilla y frugal. Las mujeres hilan aquella bellísima lana, y hacen de ella paños finos de extraordinaria blancura; amasan el pan, y componen la comida; pero esto les es fácil, porque allí más se vive de frutas y de leches que de carnes. Sírvense de las pieles de los carneros para calzarse a sí, a sus maridos y a sus hijos, empléanse además en hacer tiendas de pieles enceradas y de corteza de árboles; en hacer y lavar la ropa de la familia, y tener las casas en un orden y con una admirable limpieza. Sus vestidos son fáciles de hacer, porque en un país tan templado basta para la decencia una tela fina y ligera, que acomodan a su talle en largos pliegues, dándole cada una el corte y forma que más le agrada. Las artes que allí se conocen, si se exceptúa la agricultura y la pastoría, quedan reducidas a labrar la madera y el hierro; y aun de éste apenas se sirven mas que para hacer los instrumentos indispensables a las labores del campo. Todas las artes que tienen por objeto la arquitectura les son inútiles, porque nunca construyen casa alguna: según ellos es demasiado apegarse a la tierra hacer una habitación que dure más que su dueño; y por eso se contentan con la que baste a defenderlos de las intemperies.
Las otras artes que tan estimadas son de los Griegos, de los Egipcios, y de las demás naciones cultas, las detestan como invenciones de la vanidad y de la molicie. Cuando se les habla de los pueblos que poseen el arte de construir soberbios edificios, mubles de oro y plata, telas guarnecidas de bordados y de preciosas pedrerías; exquisitos perfumes, delicados manjares, e instrumentos que encantan con su armonía, contestan así ¡Harto infelices son en haber empleado tanto trabajo e industria en corromperse! Lo superfluo afemina, embriaga y atormenta a los que lo tienen; provoca a los que de ello carecen a que lo adquieran aunque sea con violencia e injusticia. ¿ Y podrá darse el nombre de bienes a una superfluidad que sólo produce males? ¿Los habitantes de esos países son por ventura más sanos y robustos que nosotros? viven más largo tiempo? ¿están mas unidos entre sí? ¿tienen una vida mas libre, mas tranquila, ni mas alegre? Antes por el contrario deben estar celosos unos de otros, corroídos de vil y negra envidia, siempre agitados de la ambición, del miedo y de la avaricia, incapaces de gozar de los placeres puros e inocentes, viles esclavos de tantas falsas necesidades de las cuales hacen depender su felicidad.
Así hablan continuó Adoam, esos hombres a quienes ha hecho tan cuerdos el solo estudio de la sencilla naturaleza: miran con horror nuestra civilización; y es preciso convenir en que es muy grande la suya en su amable sencillez. Todos viven juntos sin repartir las tierras; y cada familia esta gobernada por su jefe, que es de ella verdadero rey. El padre de familias tiene derecho de castigar las malas acciones de sus hijos o nietos; mas antes de imponer el castigo, toma el dictamen del resto de la familia. Es verdad que allí son muy raros tales castigos, porque la inocencia de costumbres, la buena fe, la obediencia y el horror al vicio habitan en aquella afortunada tierra.
No parece sino que Astrea, que dicen se retiró al cielo, sin duda porque en ninguna parte se la halla, vive oculta entre aquellos hombres. Ellos no necesitan jueces, porque su propia conciencia los juzga. Todos los bienes son comunes; y las frutas, las legumbres y la leche son riquezas tan abundantes que unos pueblos tan sobrios y moderados no necesitan dividirlas. Cuando una familia ha consumido los frutos y los pastos del paraje en que se ha establecido, se muda con sus tiendas a otro: así es como no teniendo interés que sostener unos contra otros, se aman con un amor puro, fraternal, inalterable; y esta paz, esta unión, esta libertad se deben a la privación de las vanas riquezas y de los engañosos placeres todos son libres, iguales todos.
No se nota entre ellos más distinción que la procedente de la experiencia de los sabios ancianos, o de la extraordinaria sabiduría de algunos jóvenes que se igualan a los ancianos más consumados en la virtud. En una tierra tan favorecida de los dioses jamás se oye la cruel y pestilente voz del fraude, la violencia, el perjurio, los procesos, ni las guerras; jamás se vio teñida de sangre humana, y muy pocas veces de la de los animales.
Cuando se les habla de las sangrientas batallas, de las rápidas conquistas, de las ruinas de los estados que se ven en otras naciones, apenas saben como explicar su admiración. ¡Qué, dicen absortos, no son por naturaleza bastante perecederos los hombres, sin que los unos anticipen la muerte a los otros, les parece demasiado larga una vida tan corta, o viven sólo para despedazarse mutuamente, y mutuamente hacerse infelices!
Tampoco comprenden por que se admira tanto a los conquistadores que subyugan los grandes imperios. ¡Que locura! ¡Hacer consistir su felicidad en gobernar a otros hombres, cuyo gobierno, si ha de ser según las leyes de la razón y de la justicia, cuesta tantos cuidados y fatigas! Mas ¿quien gusta de gobernarlos a su pesar, cuando es el mayor esfuerzo de la sabiduría y de la virtud de un hombre sujetarse a gobernar un pueblo dócil que los dioses pongan a su cuidado, o un pueblo que le ruega le sirva de padre y de pastor?
Gobernar a los pueblos contra su voluntad, es hacerse miserable por gozar la aparente gloria de tenerlos esclavos. Un conquistador es un hombre que los dioses, irritados contra el género humano, lanzan su cólera a la tierra para destruir reinos, difundir por todas partes el espanto, la Miseria y la desesperación, y hacer tantos esclavos como hombres libres hay.
El que busca la gloria, ¿no encuentra la más sólida en gobernar dignamente el pueblo que los dioses han puesto a su cuidado? ¿o cree no ser digno de elogio sino haciéndose violento, injusto, altivo usurpador y tirano de sus vecinos? Nunca es lícita la guerra sino en defensa de la libertad. ¡Dichoso aquel que, no siendo esclavo de nadie, no tiene la necia ambición de esclavizar a nadie! Esos grandes conquistadores que tan gloriosos nos representan, son semejantes a los ríos que, saliendo de madre parecen tan majestuosos, pero que inundan, arrollan y destruyen las fértiles campiñas que debían sólo regar.
Encantado Telémaco de las costumbres de la Bética que tan bien acababa de describir Adoam, le hizo varias preguntas curiosas. Fue la primera, si bebían vino sus habitantes. Ni lo beben, ni lo han bebido nunca, le respondió Adoam no porque les falten uvas, que en ninguna parte se crían más dulces, sino porque se las comen como las demás frutas, temiendo al vino como a un corruptor de los hombres. Éste, dicen, es un veneno que pone al hombre furioso, y si bien no le mata, le embrutece. Sin su uso pueden conservarse la salud y las fuerzas, y usando de él, se está muy a pique de arruinar la salud y las buenas costumbres.
Quisiera saber, siguió Telémaco preguntando que leyes siguen en sus matrimonios. A nadie, le respondió Adoam, se le permite más de una mujer, que se obliga conservar mientras le dure la vida. Allí tanto depende el honor de los hombres de su fidelidad respecto de las mujeres, como en otras naciones depende el honor de las mujeres de ser fieles a sus maridos. Jamás hubo pueblo tan honesto ni tan celoso de la pureza. Las mujeres son hermosas y agraciadas, pero sencillas, modestas y laboriosas. Los consorcios son pacíficos, fecundos, e inmaculados; una alma sola parece que anima ambos cuerpos: reparten entre sí los cuidados domésticos; encargase el marido de los de los de fuera y la mujer cuida de los de la casa, alivia a su marido, y parece que sólo ha nacido para agradarle; merece su confianza, y le embelesa menos con su hermosura que con su virtud; haciendo que dure tanto el contento de su unión como la vida, que siempre es allí larga a beneficio de la sobriedad, la moderación y las costumbres puras, que les precaven de enfermedades. Vense ancianos de ciento y de ciento y veinte años que todavía respiran alegría y vigor.
Réstame aún saber, añadió Telémaco, de que modo evitan la guerra con sus vecinos. La naturaleza, respondió Adoam, les ha separado de los otros pueblos, por una parte con el mar, y por la otra con altas montañas. Además, las otras naciones les respetan a causa de su virtud. Muchas veces, cuando ellas no se convienen en sus diferencias, les eligen por árbitros, y les confían las tierras y las ciudades, cuya posesión disputan: y, como jamás han hecho violencia nadie, nadie desconfía de ellos. Ríense cuando se les habla de aquellos reyes que no pueden arreglar entre sí los límites de sus estados. ¿Temen por ventura, dicen, que falte tierra a los hombres? Siempre tendrán de sobra más de la que puedan cultivar. Mientras hubiese en el mundo tierras libres e incultas, no defenderíamos nosotros las nuestras contra cualquiera que viniese a ocuparlas. No tiene la Bética orgullo, altanería, mala fe, ni codicia en extender su dominio; y por consiguiente, como ni sus vecinos tienen que temer de ella, ni ellos tienen para que hacerse temer, la dejan vivir en paz y tranquilidad.
Es este un pueblo que abandonaría su país y se entregaría a la muerte antes que rendirse a la esclavitud: tan difícil es subyugarle, como que él piense en subyugar; y este sistema es el que constituye una paz inalterable entre él y sus vecinos. Concluyó Adoam refiriendo el modo con que hacían los Fenicios su comercio en la Bética. Admiráronse, dijo, estos pueblos al vernos venir de tan lejos atravesando mares dejáronnos fundar una ciudad en la isla de Gades, nos recibieron con la mayor bondad, y aún nos dieron generosamente parte de cuanto tenían. Ofreciéronnos además todas las lanas que les sobrasen, después que habrían acopiado las necesarias para su uso; y con efecto nos hicieron de ellas un rico presente, porque es mucho el placer que tienen en dar a los extranjeros lo que les sobra.
Sus minas, nos las cedieron sin dificultad, porque a ellos les eran inútiles. Parecíales poco cuerdo que los hombres, por entre tantos trabajo, fuesen desde tan lejos a buscar en las entrañas de la tierra lo que ni puede hacerles felices, ni satisfacer ninguna de sus verdaderas necesidades. No cavéis, nos decían, tan profundamente la tierra, contentaos con labrarla, y ella os dará verdaderos bienes que os alimenten; de ella sacaréis frutos que valen mas que el oro y la plata, pues que el hombre no busca estos metales mas que para comprar con ellos los alimentos que sustentan la vida.
Muchas veces quisimos enseñarles el arte de la navegación, y llevar algunos jóvenes a Fenicia; pero jamás permitieron que sus hijos aprendiesen a vivir como nosotros. Así fuera, nos decían, como se acostumbrarían a tener por precisas esas cosas que ya se os han hecho necesarias: quisieran adquirirlas; y si no hubiera otro medio de obtenerlas, a despecho de la virtud, se valdrían de la violencia. Vendrían a ser como el que, teniendo buenas las piernas, por no andar ha perdido el uso de ellas, y tiene en fin que acostumbrarse a la necesidad de que otro le lleve como a un enfermo. Miran la navegación como un arte admirable por su ingenio; sin embargo le miran como pernicioso. Si estas gentes, dicen, tienen en su tierra con abundancia lo que es necesario para la vida, ¿qué van a buscar en las extrañas? ¿Acaso lo que basta a satisfacer las verdaderas necesidades no les es a ellos suficiente? En verdad que merecen naufragar los que así exponen la vida a rigor de las borrascas por saciar la codicia de los traficantes, y lisonjear las pasiones de los demás hombres.
Fuera de sí Telémaco del regocijo que le causaba la noticia de que aun hubiese en el mundo una nación que, gobernada por las leyes de la sencilla naturaleza, fuese a un mismo tiempo tan sabia y tan dichosa, exclamó: ¡Oh! ¡cuánto se asemejan sus costumbres de las de los pueblos que tenemos por los más sabios! Estamos tan viciados, que apenas podemos persuadirnos que subsista una sencillez tan natural. Nosotros miramos las costumbres de ese pueblo como una hermosa fábula, y él debe mirar las nuestras como un sueño monstruoso.